sábado, 9 de abril de 2011

TRAS LAS HUELLAS DE FERNANDO PESSOA

Víctor Montoya

Cualquiera que esté en Lisboa, como un visitante más entre la muchedumbre agolpada en las calles, se plantea la necesidad de conocer los barrios por donde caminó, a paso ligero y un portafolio en la mano, uno de los escritores portugueses que revolucionó la poesía universal del siglo XX, sin más artilugios que la capacidad innata de captar el instante poético y transmitirlo por medio de seudónimos que escondían su verdadera identidad. Así me ocurrió en el verano de 1987, cuando decidí conocer la ciudad donde vivió y escribió Fernando Pessoa.


La ciudad, que parecía nacida del abrazo del Tajo y el mar, desparramado por las siete colinas que dominan las aguas del mar de la Paja, tenía la fachada leprosa y los pavimentos agujereados. Esta capital, que antes olía a jazmín y canela, a sardinas asadas a la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de escape y gases de automóviles, y, por las tardes, cuando los cubos de basura salían a la calle, se observaba incluso a personas que buscaban su comida entre los desperdicios como aves de rapiña.


Todos los días, cuando el resplandor rosáceo de los rayos del sol anunciaba el ocaso, unas escalinatas y un laberinto de calles empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama, la Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco antiguo de la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por medio de un funicular en el que cabían pocas personas. Todo esfuerzo valía la pena si se quería degustar un buen plato de gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire salpicado de gaviotas.


Por las noches, como todo visitante ansioso por vivir y revivir las emociones más vibrantes de la ciudad, recorría por las callejuelas de Alfama. De las ventanas salían jirones de música potuguesa o africana y de las puertas actores entrados en años. En medio de la calle habían hombres ataviados de negro, invitando a los transeúntes a pasar la noche en una especie de peña folklórica llamada “fado”, donde los portugueses ofrecían un espectáculo de su tragedia y su tristeza, a través de una viola acompañada de un canto desgarrado y melancólico. Además, en este barrio de vida nocturna, al igual que en el centro comercial de Baixa, que está entre la plaza del Rocío y la del Comercio, daba la impresión de haberse instalado el lujo en medio de la pobreza.


Ya dije que estando en Lisboa, después de muchas idas y venidas, se hace necesario recorrer por las mismas calles que transitó Fernando Pessoa, un hombre enigmático y de heterónimos diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente como «corresponsal extranjero de casas comerciales», y de noche escribía poesía, una poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como cuando un niño juega a su gusto y capricho con los personajes creados por las aventuras de la imaginación.


Aunque sus biógrafos coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo místico, del que debía ser abolida toda infiltración católico-romano, tenía divergencias con las ideas comunistas y simpatizaba con el orden monárquico de una nación. Consideraba que el sistema monárquico era el más apropiado para un país como Portugal, que por entonces tenía bajo su control a colonias allende los mares. Sin embargo, de haberse dado un plebiscito para elegir entre un regímen monárquico y un Estado republicano, él habría votado a favor de la República.


Seguir las huellas de Pessoa, es seguir los pasos de uno de los escritores más grandes de la lengua portuguesa, a pesar de que él se despidió del mundo sin haber visto publicada la mayor parte de su obra literaria, que sigue siendo motivo de análisis y controversias. Murió a los 47 años de edad debido a afecciones hepáticas, asociadas a una cirrosis provocada por el excesivo consumo de “Águia Real”, un aguardiente que hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo famoso. Por eso los aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a echarse unas copas de “Águia Real” a su paso por las calles donde estuvo el poeta como un fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y gafas.


Caminar por las calles de Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la ciudad, entre el Barrio Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los versos de los poetas que frecuentaron los bares y restaurantes de este barrio a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. De todos ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas ha dejado en las aceras. Por eso no es casual que, con el transcurso del tiempo, se le haya erigido una estatua de bronce hoy situada en la calle Garrett, cerca del “Largo do Chiado”, donde sus admiradores y admiradoras pueden verlo sentado en su silla preferida, luciendo su figura esbelta, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la mesa, como quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado de los quitasoles y consciente de que “ser poeta o escritor no constituye una profesión, sino una vocación”, al menos así como debe entenderse el oficio de cazar palabras para luego ensartarlas en ideas concebidas por la lucidez mental y la pasión del alma.


Y, por si fuera poco, Pessoa, con la sabiduría de quien conoce las leyes de la vida, intuía, desde antes de cerrar los ojos como un niño para dormir su muerte, que su voz quedaría para siempre entre nosotros y que su biografía, la más fecunda en lengua portuguesa, sería mucho más de lo que él afirmó cuando le nacieron unos versos llenos de meditación y alegoría: “Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos./ Soy fácil de describir./ He vivido como un loco...”


Fernando António Nogueira Pessoa (Lisboa, 1888 – 1935).

3 comentarios:

  1. Gracias por darnos la oportunidad de ver las cosas lindas de la vida.

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  2. Gracias por compartir esa experiencia, esas huellas en la ciudad de Fernando Pessoa, fue bonito leerte.

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