domingo, 6 de febrero de 2011

TESTIMONIO Y MEMORIA HISTÓRICA (2)

Víctor Montoya
Los Archivos del Terror
FAMILIARES DESAPARECIDOS
La “Operación Cóndor”, que estaba en pleno apogeo entre 1975 y 1982, utilizó la tortura como el arma principal de lucha contra la “subversión” en el concepto de la guerra sucia. Por lo tanto, los prisioneros, considerados “peligrosos” para el orden y la ideología instaurados por las dictaduras militares, fueron sometidos a interrogatorios con apremios psico-físicos.


En el libro “Nunca Más”, informe e investigación que fue presidido por el escritor Ernesto Sábato, no sólo se echa luces sobre las desapariciones, secuestros y torturas, sino además se relata que los instrumentos, métodos y grado de crueldad de los tormentos, excede la comprensión de una persona normal: “simulacros de fusilamiento”, “el submarino”, estiletes, pinzas, drogas, “el cubo” (inmersión prolongada de los pies en agua fría/caliente), “la picana eléctrica”, quemaduras, suspensión de barras o del techo, fracturas de huesos, cadenazos, latigazos, sal sobre las heridas, supresión de comida y agua, ataque con perros, rotura de órganos internos, empalamiento, castraciones, presenciar la tortura de familiares, mantener las heridas abiertas, permitir las infecciones masivas, cosido de la boca... El sadismo de los torturadores es un dato común. Todos los detenidos/desaparecidos eran torturados: hombres, mujeres, ancianos, ancianas, adolescentes, discapacitados, mujeres embarazadas y niños (hay varios casos de niños menores de 12 años torturados frente a sus padres). En el caso de las mujeres, se combinaba la violación con la tortura.


En la Escuela de las Américas, situada desde 1946 a 1984 en Panamá, se adiestró a centenares de oficiales en “acciones preventivas” (métodos de tortura) y asesinato, con el fin de sembrar el pánico y el terror entre los activistas de la izquierda latinoamericana. Según algunas investigaciones, se deduce que la división de servicios técnicos de la CIA suministró equipos de tortura y ofreció asesoramiento sobre el grado de shock que el cuerpo humano puede resistir. De ahí que los métodos de tortura fueron similares en todos los países del Cono Sur, donde las fuerzas policiales fueron puestas bajo la autoridad del Ejército, y en particular de los paracaidistas, quienes generalizaron las sesiones de interrogatorio, la utilización sistemática de la tortura y las desapariciones.


Las víctimas de la “Operación Cóndor” se cuentan por millares en América Latina. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra “tortura” pasó a formar parte del lenguaje coloquial durante el régimen de Pinochet, y en Argentina, donde desaparecieron miles de presos en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la “subversión” por medio de la tortura y el terror institucionalizado.


Todos estos actos, calificados de lesa humanidad, no fueron públicamente conocidos hasta el 22 de diciembre de 1992, en que un volumen importante de información sobre la “Operación Cóndor” salió a la luz cuando el juez José Fernández y el abogado Martín Almada, profesor y ex preso político paraguayo, descubrieron en la antigua comisaría de un suburbio de Asunción, concretamente en Lambaré, los archivos secretos del “Plan Cóndor”, que pasaron a ser conocidos como los “Archivos del Terror”. Se trata de toneladas de papel que revelan la entretela de la mayor organización represiva del Cono Sur, incluyendo su lenguaje cifrado y codificado. En estos archivos están registrados, de manera detallada, 30.000 desaparecidos, 50.000 asesinados y casi medio millón de encarcelados por los servicios de seguridad en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Y todo esto sin contar a quienes fueron torturados, asesinados y desaparecidos antes y después de la “Operación Cóndor”.


Un testimonio personal


Todo comenzó a mediados de 1976, el día en que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua, poblaciones ubicadas al norte del departamento de Potosí.


Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, en los años ‘70 y ‘80, utilizaron las dictaduras militares en su denominada “lucha contra la subversión comunista”. Los mismos métodos se aplicaron en otros países: la represión sistemática, las amenazas y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple “delito” de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de los regímenes totalitarios.


Durante las sesiones de tortura, me desnudaron completamente y me encapucharon para que no viera ni reconociera a mis torturadores. Me hicieron “la percha del loro”, amarrándome con una cuerda los pies y las manos en una barra colocada de manera horizontal, probablemente, sobre el respaldo de dos sillas, y, mientras me interrogaban entre gritos e improperios, me golpeaban por todas partes.


Después me hicieron “el submarino”, que consiste en sumergir al preso, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente o turril de aguas servidas a manera de intimidarlo y provocarle náuseas. Algunas veces, me sujetaron de pies y manos en una silla o en un somier, donde, luego de echarme agua fría, me aplicaron “la picana eléctrica” o “la maquinita de picar carne humana” en las zonas más sensibles del cuerpo, como ser la lengua, las orejas, los testículos y el ano. “La maquinita de picar carne humana” es un magneto que da golpes de corriente o descargas sostenidas en contacto con el cuerpo. Y, claro está, mientras me torturaban una y otra vez, subían el volumen de una radio para que no se oyeran mis gritos ni lamentos.


Me dejaron con el rostro y el cuerpo lleno de hematomas y contusiones, tras propinarme patadas y puñetes, y golpearme con la culata de un fusil y otros objetos contundentes. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.


Las torturas comenzaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de la ciudad de Oruro, prosiguieron en los sótanos del Ministerio del Interior y culminaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de la ciudad de La Paz.


Concluidas las torturas y los interrogatorios, me encarcelaron en el Panóptico Nacional de San Pedro y en otras prisiones de alta seguridad, hasta que Amnistía Internacional, que me adoptó como a uno de sus presos de conciencia, me ofreció asilo político en Suecia. Así llegué a Estocolmo, directamente de la cárcel en 1977.


Por todo lo relatado, es justo que me considere una víctimas más del terrorismo de Estado que las dictaduras militares aplicaron sistemáticamente contra sus opositores políticos durante la “Operación Cóndor”.


La tortura se usaba con la intención de doblegar la voluntad más firme del prisionero. Sólo quien haya sufrido el tormento en carne propia, con métodos y utensilios diversos, sabe que este acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido.


Por fortuna, quienes sobrevivimos a las mazmorras de las dictaduras, hemos denunciado las atrocidades que nos tocó vivir en carne propia, con la única finalidad de dejar un testimonio vivo a las generaciones del presente y del futuro, que deben aprender a decir: Nunca más a las dictaduras ni a las torturas.


El tema de la tortura, en tiempos en que el clamor popular pide que los exdictadores sudamericanos sean juzgados por sus delitos de lesa humanidad, vuelve a ser un punto de apoyo para no olvidar el pasado ni repetir la historia. Por eso mismo, todos los testimonios, y en todas las manifestaciones del arte, son necesarios para esclarecer uno de los acontecimientos más sombríos de la historia contemporánea.


Yo escribí un libro de cuentos que revela los crímenes cometidos por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. El libro, publicado en 1991, con el título de “Cuentos violentos”, describe en sus páginas, impregnadas de realismo descarnado y hechos insólitos, los sótanos dantescos de las cámaras de tortura a partir de una experiencia personal y colectiva, con la preocupación de rescatar la voz anónima de las víctimas y dejar un testimonio de la flagrante violación a los Derechos Humanos.


“Cuentos violentos”, a dos décadas de su publicación, cuenta con lectores en diversos países y forma parte de esas obras que perpetúan la memoria histórica. Varios de los cuentos, de un modo implícito o explícito, denuncian los atropellos a la dignidad humana, que las dictaduras cometieron antes, durante y después de que se firmara el documento de fundación del “Plan Cóndor”; más todavía, aun siendo un trabajo de carácter literario, donde se ensamblan los elementos de la realidad y la ficción, aporta datos para seguir el juicio contra los responsables de los crímenes, con la esperanza de que no queden impunes ni se olvide la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado.


En “Cuentos violentos”, aparte de reflejar la tragedia de un país asolado por una dictadura, he logrado escribir la experiencia vivida y sufrida por un grupo de luchadores sociales, sin otro afán que el de recuperar los eslabones perdidos de la memoria. No en vano estos cuentos, tras una apariencia de literatura de ficción, hoy constituyen un testimonio valioso y una clara denuncia de la represión política que los sistemas de poder institucionalizaron en el Cono Sur de América Latina.


En síntesis, cumpliendo mi deber de creador y comunicador social, debo manifestar que he logrado forjar, sin más recursos que la memoria honesta y modesta, una literatura de conciencia crítica, desde el “Tablero de la muerte”, que recrea la captura y muerte del Inca Atahuallpa, hasta “Días y noches de angustia” que, además de desvelar las atrocidades cometidas por la dictadura militar, obtuvo el Primer Premio Nacional de Cuento en la Universidad Técnica de Oruro, en 1984, seguido por la crítica especializada, que no dudó en señalar que con “Cuentos violentos” se establece el tema de la tortura en la literatura boliviana del siglo XX.

2 comentarios:

  1. De nuevo muchas gracias al escritor boliviano Victor Montoya y a Carlos Armando, por completar la publicación de tan aleccionador testimonio. De este modo vamos ambientando los enormes trabajos que tenemos por delante para hacer la memoria de las atrocidades contra los DDHH del conflicto colombiano y latinoamericano.
    Juan Carlos Acebedo

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  2. ¿Será que la Operación Cóndor fue uno de los factores que engendraron los Falsos Positivos? los fundadores de ambas corrientes son de extrema derecha....

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